Julián Álvarez, figura con paisaje incorporado 1. Pensar con el cuerpo
En 1989, Julián Álvarez, para realizar su producción El Ring, sujeta un par de diminutas videocámaras en los puños de dos boxeadores danzantes. En ese momento, Álvarez llevaba ya bastante más de una década investigando todos los formatos videográficos que iban surgiendo de la descomposición del paradigma cinematográfico y de su hibridación con lo que hasta entonces había sido el vídeo-pintura. Había realizado sus propias producciones y había ganado premios, pero aún no había dado con su propio territorio, aquel que sólo encuentra quien es un verdadero artista –y empleo el término artista en un sentido muy amplio– y que es el que define realmente su grandeza, más allá de los reconocimientos sociales o de la proyección pública de su obra. La introducción de esas cámaras, que debían ofrecer el punto de vista activo del cuerpo de los boxeadores –no la visualización de una mirada, sino la de un gesto– resolvían de un plumazo, y de forma no poco sorprendente, el problema de la autorreflexividad cinematográfica que se había planteado de forma más punzante en los límites contemporáneos del documental tradicional. Como una forma de intentar pensar sobre sí mismo y de romper su proverbial transparencia, el cine, especialmente en el terreno más crudo del documental, había introducido a finales de los sesenta los dispositivos de representación –la cámara, entre otros– dentro de la propia representación, encontrándose así con una inesperada paradoja, en apariencia irresoluble: la cámara interna precisaba siempre de otra cámara externa para captar el conjunto, de manera que ese intento de mostrarse a sí mismo en acción estaba condenado a un continuo aplazamiento. La cámara mostrada en la narración implicaba siempre la presencia de otra cámara, fuera de la narración, que convertía a la primera en un simple accesorio y se guardaba para sí el secreto del dispositivo representacional. Este callejón sin salida era un problema que el cine no podía resolver, la solución había que buscarla en el ámbito del vídeo. Pero no bastaba con cambiar de tercio, sino que había que comprender que el tránsito suponía una trasformación radical de todos los presupuestos. En resumidas cuentas, las cámaras videográficas de Álvarez que portaban los intérpretes danzantes de El Ring ya no correspondían al dispositivo modernista de la representación de lo real ni intentaban solventar las paradojas del realismo, sino que pertenecían al espacio posmodernista de la función del cuerpo en la experiencia de lo real. Con ese gesto técnicoestético, Álvarez, sin embargo, trazó, y él mismo cruzó, la frontera entre los dos mundos. La cámara como prolongación del cuerpo, una idea muy de McLuhan, llevó a Julián Álvarez a diseñar la Fishcam, un dispositivo formado por una microcámara colgada en la punta de una pértiga (http://www.idep.es/juliansite/fishcam/index.htm). El propio diseñador reconoce esta función corporal del instrumento técnico: «para mí la cámara-a-mano NO significa “cámaraal-hombro”, sino “la cámara como extensión orgánica del cuerpo del operador”, es decir, como si fuese una prótesis que responde espontáneamente a los impulsos del coco, del estómago, o del corazón» (1). La nueva cámara debe actuar, pues, de la misma manera como lo hacían las cámaras de El Ring, respondiendo a los impulsos del cuerpo de los boxeadores entendido como eje en el que confluyen las emociones, las percepciones y la inteligencia para configurar una vorágine que, y he aquí la cuestión trascendental, va a ser visualizada. En El Ring, espectáculo multimediático por excelencia que combinaba representación teatral y videográfica, narración con danza, etc., Álvarez nos mostraba, entre otras cosas, pues, un punto de vista radical del cuerpo, más allá de la visión. Es decir, que desplazaba a la visión del centro que ha ocupado desde el Renacimiento en el vínculo corporal con la realidad y pasaba, invirtiendo los términos, a mostrarnos imágenes producidas por el cuerpo en trance de relacionarse con esa realidad. No veíamos lo que el cuerpo veía, sino lo que el cuerpo sentía. Pero, atención, lo veíamos.
En eso ha consistido principalmente la revolución estética trascendental que trajo consigo el invento de la Fishcam, aunque cabe añadir que, al mismo tiempo, la Fishcam era un instrumento necesario para que Álvarez consiguiera llevar a la práctica sus intuiciones estéticas. Es así que este dispositivo puede considerarse, además de un alarde de imaginación técnica, un episodio íntimamente entroncado con la biografía del autor en el que cristalizan muchas de las tensiones vitales que le habían acompañado hasta entonces.
Pero quedémonos de momento en la cuestión técnico-estética que culmina con Santa Sevilla (1993), producción con la que Álvarez alcanza su madurez como artista y que cierra el ciclo iniciado con El Ring (detrás quedaba el otro ciclo inaugural, aquel que podríamos denominar, a pesar de su brillantez particular, la época del artista adolescente). Las imágenes de Santa Sevilla son plenamente imágenes fishcam, que consolidan los hallazgos de Fucking Christmas (1990) y Requiem Marathon (1992). Son imágenes plenas de la posvisualidad que significa esa visión del cuerpo que ha implementado el videocreador y que, por ello, tienen una calidad espeluznante. Esa visión, no de los ojos sino del cuerpo como agente emotivo-pensante, desfamiliariza lo real, lo convierte en siniestro. De esta manera, uno de los temas centrales del imaginario de Álvarez, la Semana Santa, cuya condición siniestra ya había intuido con antelación (a buen seguro, la había intuido de pequeño en las tierras leonesas), como muestran las imágenes primordiales de WSNS (World Satanic Network System) (1984), adquieren en Santa Sevilla su condición de representabilidad. Porque, evidentemente, no basta con captar la realidad para que esta sea inmediatamente representable, sino que hay que encontrar el modo a través del cual esa realidad se hace representable, su condición de representabilidad. De esta manera, tanto lo siniestro –un motivo y a la vez un dispositivo poético que recorre toda la obra de Álvarez y que ya aparecía claramente como función estética primordial en una de sus primeras producciones, Cloaca máxima (1986)–, como el tema de la Semana Santa afloran no sólo con su forma propia, sino especialmente con la forma que adquieren cuando se relacionan con el cuerpo del espectador. Antes, en la misma obra de Álvarez pero también en la de la mayoría de documentalistas, las imágenes de este tipo eran simplemente espectatoriales, distantes: no tanto las imágenes de, sino las imágenes sobre: eran la adaptación de lo real a un sentido, el de la vista, aislado tanto de la realidad como del propio sujeto funcionando como entidad global. Lo siniestro, de esta manera, no podía llegar a ser más que una cualidad añadida a las cosas, no implicaba la transformación visceral que se encuentra en Santa Sevilla y por la que lo siniestro adquiere carta de naturaleza. 2. Técnica y biografía La historia del arte se ha olvidado frecuentemente de las condiciones técnicas de producción. La voluntad moderna de convertir en trasparentes los instrumentos de representación, aunada al ideal romántico del autor en comunión directa con la naturaleza, ha relegado a una condición subsidiaria los elementos del taller del artista. Luego la propia tecnología contemporánea, a partir de la fotografía y la paulatina automatización de los dispositivos, ha completado el trabajo de hacer invisible y convertir en insignificante la labor artesanal que hay necesariamente en toda actividad artística y que resulta trascendental para comprenderla. La confección personal de los colores por parte de los maestros de la pintura clásica (aparentemente resuelta hoy en día con los colores industriales), por ejemplo; o la fabricación de los propios instrumentos de trabajo por parte de escultores y grabadores (que hoy se pueden encontrar ready made en cualquier tienda); la preparación de las telas y el papel por los dibujantes y pintores chinos, etc., todo ello configuraba un universo cuyas implicaciones alcanzaban a la propia configuración estética, si bien luego era sistemáticamente ignorado por historiadores y críticos. Parece que regresemos ahora a esa condición primigenia en la que tecnología y creación iba de la mano y se alimentaban dialécticamente. La tecnología digital ha permitido este regreso que no es sino un avance en la comprensión de las actividades artísticas y en las posibilidades de creación. Cuando la tecnología está alcanzando, en sus versiones comerciales, la máxima automatización que relega al operador humano a la simple condición de dispositivo al servicio de la máquina, los verdaderos artistas se descubren trabajando de nuevo íntimamente con la tecnología y extrayendo de esta comunión los máximos logros de su arte. En este sentido, el caso de Julián Álvarez es paradigmático, puesto que la obra de este videocreador y autor digital surge directamente de su trabajo con los instrumentos, de lo cual no sólo la Fishcam es una prueba. Ningún artista ha dejado nunca de trabajar con la tecnología que es propia de su medio: es imposible. Pero muchos lo hacen, sobre todo hoy en día, y lo hacen especialmente los que pretenden ser artistas, utilizando la tecnología como un simple soporte: las fotografías, se hacen con una cámara fotográfica; las películas con una cinematográfica; los vídeos con un vídeo o, ahora, con una cámara digital. En realidad, en estos casos los productos no constituyen el resultado de una verdadera compenetración del artista con los instrumentos que utiliza, sino que son el fruto mecánico de un funcionamiento técnico. La vídeo-filmografía de Julián Álvarez no se entiende, por el contrario, sin el recurso a la historia de la evolución tecnológica con la que él, y consecuentemente su obra, están íntimamente ligados. Álvarez ha establecido una relación personal con los instrumentos, desde sus inicios como creador en la “Escuela de Estudios Artísticos de Hospitalet”, a mediados de los años setenta, cuando experimentaba con la cinta abierta de vídeo tanto para la enseñanza como para sus primeros intentos creativos. Yo nunca le he visto conformarse con lo que el instrumento decía ofrecerle, sino que, por el contrario, he observado que siempre lo interrogaba, pero sin violentarlo como han querido hacer otros (Name June Paik, el primero, que destripaba televisores para hacerles cantar a un son que no les correspondía). Con ello, Álvarez siempre consiguió sacar lo mejor de cada uno de los dispositivos, y lo que es más, consiguió hacérselos suyos y, a través de este maridaje, concebir una obra original, literalmente única.
Esta conversación artística con la técnica que ha llevado a cabo el videocreador a lo largo de su trayectoria de artista se entronca también con su biografía personal. Las distintas facetas por las que ha pasado su carrera, su condición muchas veces voluntariamente marginal para conservar una necesaria independencia en una cultura como la catalana, que pretende ser independiente desde dependencias máximas, podrían rastrearse no únicamente en la temática de sus obras, sino también en los recursos técnicos empleados, ya que estos, como he dicho antes, cumplen el propósito de digerir la realidad para conferirle la única veracidad posible. Si la voluntad de Álvarez es la de revelar el lado siniestro que adquieren las cosas de nuestro entorno cuando son realmente sentidas y no sólo contempladas, y si entendemos que de esta voluntad surge una urgencia vital que determina las propias relaciones del artista con la realidad, comprenderemos que los instrumentos y sus voces son, en este sentido, los verdaderos agentes por medio de los que Álvarez se comunica con su entorno y, por lo tanto, cuando conversa con ellos conversa también consigo mismo. 3. Lo siniestro como estética de combate He adivinado muy recientemente esta calidad siniestra del arte de Julián Álvarez, a pesar de que le conozco a él y a su obra desde hace muchos años. Haber ignorado este punto trascendental, que le da una unidad a sus trabajos por encima de sus importantes diversidades, me ha llevado en ocasiones a no acabar de comprender el alcance de alguno de sus trabajos a los que, muy a pesar mío, no podía admirar tanto como al resto. Me refiero, principalmente, a La ecuación del vértigo (1991), a Mercat màgic. Curial e Güelfa (1992) o a Haga luz en su cerebro (1999). Me parecían simplemente extemporáneos o, en el caso concreto de Haga luz en su cerebro, un poco excesivos. ¿Cómo podía comprenderlos, si eran precisamente aquellos en los que lo siniestro se manifestaba con mayor contundencia como instrumento de lucha? El proceso de desfamiliarización de lo real, como elemento necesario para criticarlo no tanto desde el intelecto como desde un cuerpo visionario y pensante, se encuentra en estas producciones en su estado más genuino, aunque quizá, para mi gusto, no sea el más estéticamente relevante. La ecuación del vértigo y Mercat Mágic son dos fantasías, realistas para los estándares de la obra de Álvarez, que arremeten contra un entorno que es cercano: en un caso geográficamente, en el otro intelectualmente. Mercat inventa de nuevo el barrio en el que vive el artista, es decir, los alrededores del “Mercat de Sant Antoni” de Barcelona; La ecuación desgarra el mundo de la academia y el de las finanzas, por medio de proponer una corrosiva combinación de ambos. Finalmente, en Haga luz se produce una cristalización de lo siniestro en sí mismo, como desgarro del cuerpo. No es lo real desfamiliarizado que se convierte en siniestro, sino lo siniestro convertido en realidad a través del cuerpo. Obra difícil de ver, pero que, desde la perspectiva de lo siniestro, se revela como del todo consecuente con las intenciones generales del artista.
Desde esta perspectiva, observamos que el paso de Julián Álvarez desde el vídeo más o menos puro a la imagen digital –en todo caso, desde la imaginación videográfica a la digital– constituye una formalización y, por tanto, una profundización de sus planteamientos estéticos. En este sentido, Haga luz en su cerebro es la obra pivotal que marca la frontera entre los dos ámbitos, el del cuerpo como foco de la visión, que supuso para Álvarez un proceso de recomposición de la realidad más inmediata, y el territorio que se forma con la asimilación de las técnicas digitales, en el que se juega ya con la realidad simbolizada a través del descubrimiento de su condición siniestra. Obras como Frame o la rueda de la fortuna (1990), cronológicamente avanzada al paradigma al que pertenece por cuestiones estéticas –de hecho, estos territorios en los que se divide la obra de Julián Álvarez, a veces, se entrecruzan–, o Ser Dios (1999) son características de este período. La facilidad que la digitalización ofrece para trabajar con capas de imágenes y para recomponer las energías del collage clásico le sirven a Álvarez para iniciar una época de reflexión, próxima a lo que se viene denominando film-ensayo, y en la que los fragmentos de una realidad desgajada de sus engarces familiares se combinan entre sí para proponer nuevas perspectivas epistemológicas. Álvarez sigue planteándonos la realidad desde el punto de vista inquietante de lo siniestro, de lo que ya no es como creíamos que era, pero ahora además intuye que esa realidad, aparte de siniestra, es también compleja y que las implicaciones de sus visualidades van mucho más allá de la organización inmediata que propone el realismo.En este sentido, es sumamente interesante la descomposición del reiterado tema de la Semana Santa que, a través de una visión alucinada de los tambores de Calanda, efectúa Álvarez en El último suspiro (1997). El dispositivo de la múltiple pantalla, uno de los instrumentos retóricos más efectivos del nuevo montaje digital, le permite una síntesis espléndida de esa liturgia tan crucial para el imaginario del artista. Esta nueva aventura tecnológica de lo digital, de carácter reflexivo, le conduce hacia la compilación. Son muchas las antologías de su obra que publica de nuevo a través del formato de CD-Rom o de DVD, pero en alguno de estos casos estas recopilaciones adquieren carácter de novedad. Se trata de As de bastos. Tijeras en cruz (1997) y, muy especialmente, de Imágenes de un bombardeo (2003) que obtuvo el IX Premio Möbius Barcelona Multimedia a la Mejor aplicación artística y que personalmente considero que es una de las obras más interesantes que se han producido en este formato, por la profunda comprensión que en ella se muestra de las capacidades retóricas de lo digital. Como ya había ocurrido en As de bastos con la animación de los dibujos de Lorca, en Imágenes de un bombardeo se efectúa una recomposición de los carteles de la Guerra Civil que supone una muestra magnífica de lo que significa pensar en imágenes a través de los nuevos medios. 4. Vicisitudes del sujeto Finalmente, Álvarez vuelve la mirada hacia sí mismo. Ese cuerpo que se hacía visible a través de sus relaciones con lo real y mediado por la cámara en el inicio de su período de madurez, aparece aquí en todas sus dimensiones identitarias. Entramos en un nuevo período, el de la recomposición del yo, a través de las denominadas egomovies: “película o grabación que uno hace de sí mismo encuadrándose en primer término y relegando al fondo todo lo demás”. Sabemos la importancia que el espejo ha tenido en los autorretratos de todas las épocas y todos los medios: en este caso el espejo es la propia cámara que compone una nueva perspectiva invertida a través de la que el autor se contempla a sí mismo y se relaciona con el entorno, con el paisaje, de forma distanciada, alejada de lo familiar, y que, por lo tanto, levanta sospechas: una relación que nos muestra lo real como siniestro. La cámara, que había penetrado en la representación y que se había convertido en extensión del cuerpo y visualización de sus acciones con la Fishcam, se traslada ahora fuera de esa representación, pero conservando con la imagen el vínculo del cuerpo a través del brazo que la sostiene. Después de un período en que el cineasta capta y transforma la realidad, es ahora la propia realidad la que captura y transforma al autor para convertirlo en interfaz de los dos mundos. Así en Mañana en la batalla piensa en mi (2003), el cuerpo se simboliza sobre el paisaje de la escritura, de manera que el mundo mezclado de la realidad y la ficción se transfigura a través de la presencia corporal del cineasta-protagonista convertido en demiurgo total. Con las egomovies, Julián Álvarez efectúa un comentario definitivo sobre la identidad contemporánea y sobre la suya propia, engarzadas ambas con las tecnologías de la representación. Figura y paisaje se retroalimentan así para dar la visión total de una realidad que es a la vez visualmente objetiva y subjetiva. Josep M. Català DOCTOR EN CIÈNCIES DE LA COMUNICACIÓ PER LA UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA. LLICENCIAT EN HISTÒRIA MODERNA I CONTEMPORÀNIA PER LA UNIVERSITAT DE BARCELONA. “MASTER OF ARTS IN FILM THEORY” PER LA SAN FRANCISCO STATE UNIVERSITY DE CALIFÒRNIA. PREMI FUNDESCO D’ASSAIG (1992) PER LA VIOLACIÓN DE LA MIRADA, PREMI D’ASSAIG DEL XXVII CERTAMEN LITERARI DE LA CIUTAT D’IRÚN (1996) PER ELOGIO DE LA PARANOIA I PREMI DE L’ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE HISTORIADORES DEL CINE (AEHC) AL MILLOR ARTICLE SOBRE CINE PUBLICAT EL 2000. ÉS COEDITOR DEL VOLUM IMAGEN, MEMORIA Y FASCINACIÓN: NOTAS SOBRE EL DOCUMENTAL EN ESPAÑA (2001) I AUTOR DE LA PUESTA EN IMÁGENES: CONCEPTOS DE DIRECCIÓN CINEMATOGRÁFICA (2001). ACTUALMENT ÉS PROFESSOR DE “ESTÈTICA DE LA IMATGE” I “DIRECCIÓ CINEMATOGRÀFICA” A LA UNIVERSITAT AUTÒNOMA DE BARCELONA I COORDINADOR DEL MÀSTER DE DOCUMENTAL CREATIU DE LA MATEIXA UNIVERSITAT.
1 Entrevista de Paco Alvarado con Julián Álvarez en www.valladolidwebmusical.org/cine/creadores/julian_alvarez
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FLUX 2005 . Festival de vídeo d'autor 27, 28, 29 octubre 2005 CCCB Centre de Cultura Contemporània de Barcelona c/ Montalegre, 5