JUAN BUFILL _ KÒNIC THTR _ LYDIA ZIMMERMANN | ||||||||||||
Selecció de vídeos per a projecció Article d'Isaac Monclús
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Realizadora, guionista, actriz, montadora, docente, script... Menos “de percha”, Lydia Zimmermann ha hecho de todo en el audiovisual. Adicta a las transformaciones, a los procesos que conllevan, y a los mundos paralelos que convergen en un punto mágico, siente una especial debilidad por los desdoblamientos; también por lo liminal, es decir, por aquello que está en o a ambos lados de un límite –o de un umbral–, debilidad que en su caso se expresa en las cambiantes relaciones que mantiene entre el cine y la narración, entre la ficción y el documental, aunque también entre las correspondencias a menudo caprichosas que se establecen entre la realidad y la maquinaria del cine, a fin de cuentas también un trozo de realidad. Zimmermann no sólo está fascinada por las imágenes, sino también por el lenguaje con que se hablan. Y, no crean, también le gustan las desapariciones. Con ella uno nunca sabe si va o viene, ya sea a Bombay, a Haití, o a Zúrich, que es donde vive actualmente. Lydia Zimmermann debuta en la dirección a mediados de los noventa con Biorxa (1994), una fábula sobre la feliz transfiguración de una mujer, cuyo universo iconográfico –la humedad, el bosque, etc.– haría las delicias de heterodoxas del feminismo como Camille Paglia. Son años de aprendizaje, de estilización narrativa y de alto voltaje simbólico, tal y como demuestran tanto éste como sus siguientes cortos, centrados en la cuestión de la identidad. En Wake (1995), una mujer conduce a toda prisa en dirección al paisaje de su niñez, lugar donde acaba zafándose del círculo mítico que la tenía aprisionada. House of Hope (1997), un corto frenético, anfetamínico y apresurado, claramente urbano, en el que se ha atenuado el componente simbólico de los anteriores, aunque no el aire de amenaza tenuemente gótico, es la historia de un bloqueo, de una disociación, que le valió numerosos galardones en festivales. Se cuenta que a Franz Kafka le daba pavor el cine porque no le daba tiempo de ver las cosas en la pantalla. Tratándose de un tipo que creía que la atención era la versión secularizada de la oración, lo cierto es que el comentario tiene su guasa. Hay toda una rama de la etnografía que le habría llevado la contraria encantada. Para ésta, el cine es precisamente lo que nos permite ver cosas que de otro modo pasarían inadvertidas. En realidad, no se trata de visiones contrapuestas. Más bien todo lo contrario. Ambas hablan no sólo de una misma filia, la de mirar, sino también de la manera en que acontece el milagro, que es la manera en que el mundo se abre ante nuestros ojos. Cosa que permite aventurar una diferencia entre el documental y la ficción: mientras el primero parece que puede tomarse su tiempo para que se produzca el milagro, la segunda cree poder convocarlo por sus propios medios. Tras años de delirio autorreferencial, y en plena resaca posmoderna, a principios de los años dos mil se prepara una insurrección en el audiovisual. Aro Tolbukhin. En la mente del asesino, el debut en el largometraje de Lydia Zimmermann, escrito y dirigido al alimón con Agustí Villaronga e Isaac P. Racine, se estrena poco antes de la explosión del documental de creación, aunque, a diferencia de éste último, fuga en una dirección completamente distinta, la del falso documental. Dicho en otras palabras: si en esos años hay un intenso fuego cruzado entre la ficción y el documental, su película se atrincheraba del lado de la primera, aunque con abundante munición del segundo. Pero no sólo. Auténtica rara avis, casi una estrella fugaz, Aro Tolbukhin indaga en la figura de un oscuro asesino múltiple de origen húngaro que en la Guatemala de los años ochenta asesina a siete personas y, una vez detenido, confiesa haber quemado vivas a cinco mujeres más y se autoinculpa de otros tantos asesinatos que difícilmente podría haber cometido. Como en los cuentos góticos, el desencadenante es el hallazgo de unas entrevistas con Tolbukhin (“cadáveres olvidados, angelitos dormidos, esperando la luz del proyector”) que la misma Lydia Zimmermann, que también hace las veces de actriz en la ficción –o de entrevistadora en la parte documental, como prefieran– encuentra en un archivo francés. El resultado fue un complejo mosaico de capas de verosimilitud –las entrevistas de archivo a Tolbukhin, las entrevistas a quienes le conocieron, la reconstrucción de su vida en una misión guatemalteca, la de su infancia en Hungría–, aunque también un ejercicio de exploración de los lenguajes, registros y formatos del cine (35 mm, super 8, vídeo digital; blanco y negro y color; apresto documental y ficción) y de la manera de combinarlos en un momento de crisis del estatus de realidad de la imagen. Irónicamente, el único que se permite dudar de la veracidad del relato es el propio Tolbukhin tras relatar su infancia, que los directores fabulan en clave de cuento de hadas centroeuropeo, y gracias al cual descubrimos la relación incestuosa que le unía a su hermana gemela, y la trágica muerte de ésta al incendiarse accidentalmente el día de su boda. A mediados de los dos mil, y tras varios años dedicada a escribir historias de ficción en las que la construcción de férreas tramas dramáticas es imperativa, Lydia Zimmermann decide acometer una serie de piezas documentales de corte clásico, gracias a las cuales se reencuentra con un universo de gestos, algunos de ellos en desaparición, de ciclos vitales variados, así como con la faceta material del trabajo, eso que el mundo del capital escatima y convierte en invisible sistemáticamente. En la primera de ellas, Día de cierre (2007), sobre los últimos días de una mercería del barrio del Raval, víctima de los implacables procesos de transformación urbana contemporáneos, una cuestión realmente candente a día de hoy, su atención se centra en las manos, en los objetos, en las interacciones de la pequeña comunidad que frecuenta el local. La mudanza del Círculo (2007) le permite asistir al proceso de reubicación del Cercle Artístic de Sant Lluc, desde el cierre, pasando por las obras, hasta su reapertura. Lo que aparentemente podría haber sido sinónimo de melancolía acaba convirtiéndose en un motivo de celebración. No es casual que el documental acabe igual que empieza, con un grupo de aficionados absortos en la observación silenciosa y atenta mientras pintan del natural. “Veréis cosas muy raras”, espeta Fèlix a la cámara en Fèlix & Nati (2010), dedicado a los últimos habitantes de un valle, ahora ancianos y en un geriátrico, que ahonda en la desaparición de un mundo, en este caso rural, donde la fascinación por las caras y las manos de los protagonistas pasa a un primer lugar. Una pieza en la que se solapan dos procesos, la vejez y la automatización del campo, que juntos conducen al silencio y, en última instancia, a la muerte. Al margen de la miniserie de poemas visuales dedicados a la poeta Maria Mercè Marçal, tal vez el proyecto en clave de vídeo de autor en el que más ha perseverado Lydia Zimmermann en los últimos tiempos sea Dobles de luz, una suerte de bloc de notas, de chocantes greguerías cinematográficas, donde se dan cita su preocupación por el lenguaje cinematográfico, la figura del doble y, a menudo, la parte esotérica del cine, es decir, aquello que ocurre entre bastidores durante los rodajes y que, por lo tanto, suele ser ajeno a la mirada del espectador. (En cine, los dobles de luz sustituyen a los actores antes de filmar; suelen tener el mismo tono de piel, color de pelo, estatura y apariencia física que la de aquellos, y se utilizan con fines técnicos, como iluminar una escena o marcar las medidas de foco.) Así, Ascensor (2008) es un juego casi godardiano –lo importante es lo que ocurre en segundo plano, ya saben– sobre la idea de continuidad espacio-temporal: una pareja charla en el interior de un ascensor, cuando habla él el ascensor sube, cuando lo hace ella, baja. Al final, él acaba mirándola hopperianamente desde lo alto como podría hacerlo cualquiera, que es lo que presumiblemente va a ocurrir a partir de ese momento. Non Action (2013) explora el contraste entre la preparación de una toma, con el habitual trajín del equipo técnico, y el momento en que la cámara se pone a rodar la escena que estaban preparando, escena en la que, de hecho, no pasa nada. En Reporter (2014), reproduce el Palau Güell de Barcelona exactamente igual que lo hizo Antonioni en una secuencia de The Passenger, un título sobre un periodista interpretado por Jack Nicholson que suplanta a un muerto, con la que establece un singular diálogo entre el pasado y el presente del lugar a través de la imagen y el sonido. Un diálogo procedente de una escena de seducción de la mórbida y fascinante Baby Doll, de Elia Kazan, articula Baby Boy (2014), aunque invirtiendo los roles de género: ahora es una mujer madura la que seduce a un adolescente. Se trata, en definitiva, de una colección de guiños. Y guiñar un ojo, ya se sabe, es lo que hace –o por lo menos hacía– cualquier cineasta cuando mira por el visor.
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