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Llorenç Soler, el testimonio de una mirada
Está muy bien que en iniciativas como la que aquí se presenta se
invite a participar a un autor como Llorenç Soler. Y no lo digo solo
por el indudable interés que es capaz de despertar su obra. A la
calidad de sus trabajos hay que añadir además lo que su figura
representa en el panorama de la creación audiovisual de nuestro país.
Sin duda alguna la obra de este autor dignifica la programación de
este festival al brindarnos la posibilidad de acceder a un creador
que, después de haber desarrollado una extensísima obra que abarca
desde el cine independiente hasta el vídeo de creación, pasando por el
documental, la ficción, el teatro, la instalación o la misma
televisión, es capaz de mantenerse en plena vigencia. Más allá pues,
de las obligadas dependencias que este tipo de eventos suele tener con
la actualidad de un medio en constante transformación, la obra de
Soler vendría a ofrecernos aquí y ahora el testimonio ineludible de
cómo se construye una mirada comprometida con su tiempo.
Pero lo interesante del caso y para la ocasión que se nos brinda de
poder acercarnos a su obra, es que esa variedad de registros no se
presenta en compartimentos estancos ajenos entre sí. Soler no pasa de
puntillas por ninguno de ellos, ni se limita a ser un especialista o
un profesional. Consciente de la pérdida de unidad que provoca el
desgarro de la Modernidad, acepta el reto de comprometerse con el
medio, luchando por trazar una trayectoria que lo lleve más allá de
posturas y prejuicios que pudieran limitar su propia capacidad de
expresión. Nada le es ajeno. Y es en razón a dicho compromiso que al
detenernos ante la obra de Soler, vale la pena atender especialmente a
aquellos momentos en los que el autor toma la decisión de arriesgarse
a cambiar de soporte, de lenguaje, de técnica, de estilo, pues en ese
traspaso podemos detectar a través de su mirada y con toda claridad,
en qué medida el mundo adquiere su forma conforme nos lo explicamos y
cómo, a su vez, los distintos materiales y las herramientas que
utilizamos para explicarlo no dejan de ser una metáfora de nuestra
manera de situarnos ante él. Es en esas encrucijadas donde, a través
de obras como la de Soler, nos es dado no solo acceder al germen que
pudiera dar lugar a una realidad nueva, sino que además se nos brinda
la posibilidad de experimentar esa unidad que creemos perdida.
Es cierto que Llorenç Soler se presenta a sí mismo como cineasta y que
la extensa obra que ha venido desarrollando hasta hoy se centra
especialmente en el género documental. Pero en su postura podemos
detectar algo más que un simple encasillamiento, si la contrastamos
con su obra y con el momento elegido para optar por ese término con el
que se identifica. Soler no solo hace y ha hecho cine. Si se define a
sí mismo como cineasta no es precisamente para acotar un marco de
actuación restringido, sino todo lo contrario, para dejar patente y
reivindicar, a día de hoy, sus orígenes y su pertenencia a una
tradición sin la cual sería imposible profundizar en la realidad de
los medios tal y como los conocemos en la actualidad. Soler no solo
hace y ha hecho documentales. En su adscripción a dicho género hay una
clara conciencia de que es ahí, en ese deseo primigenio de captar la
realidad, donde el medio se pone a prueba a sí mismo y donde todavía
es posible seguir investigando en nuevos territorios. Más allá pues de
dogmatismos y de tópicos al uso, Soler se siente a gusto en el
conflicto, en el encuentro, en la transgresión y en la irreverencia.
No sólo como trama argumental o como lugar para el debate social o
político, también como espacio desde el que poder confrontar modos y
maneras de representar.
No es fácil encontrar autores con la experiencia de Soler, capaces de
abordar sin complejos y con la coherencia suficiente territorios
aparentemente tan diferentes como el cine, la televisión, el vídeo, la
instalación, el teatro, la pintura, el documental, la ficción o el
ensayo. Y no precisamente porque se trate de un espíritu inquieto al
que nada le termina de satisfacer. Sino, como ya se ha apuntado, por
el grado de compromiso que dicho autor tiene con todo cuanto se
relacione con la imagen y la problemática que de ella se pueda derivar
en una sociedad como la nuestra. No es casual pues, como apuntaba
anteriormente, que Soler se adscriba al documental en tanto que género
capaz de convertir la reflexión sobre el propio medio en una seña de
identidad. Documentar la realidad, hablar sobre ella significa también
poner sobre la mesa y en tela de juicio los materiales y las
herramientas con las que pretendemos representarla. Es en este sentido
que Soler huye de todo aquello que pueda limitar su capacidad de
conectar con el mundo. Y es en este sentido en el que mi interés por
su obra, se centró especialmente en aquellas etapas en las que decide
cambiar de registro, de soporte, de técnica, para mantener su
compromiso con el medio y en consecuencia con su tiempo.
Decía Panofsky en una de sus escasas alusiones al cine que su
generación todavía podía gozar del privilegio de haber asistido al
nacimiento de una nueva forma de arte. Con Soler tenemos todavía el
privilegio de contar con un autor en el que el paradigma
cinematográfico se encuentra con los nuevos modos de representación
derivados de la imagen electrónica. Deudor, en sus primeras obras
documentales, del Neorrealismo más radical, Soler se fija
especialmente en uno de sus autores más controvertidos: Pasolini.
Referente que nos sirve para comprender hasta qué punto, y desde un
principio, nuestro autor gusta de situarse en los límites entre la
realidad y su representación. Nunca olvidaré el día que vi por primera
vez El Altoparlante. Aquello ya no era cine. Un
mediometraje en 16 milímetros en el que podemos ver a una sucesión de
personajes anónimos captados en primeros planos y escogidos al azar
desde la ventanilla de un coche, en un barrio marginal de Barcelona.
El audio era impagable: Soler se había hecho con un disco de discursos
de Franco y decidió utilizarlo como banda sonora. El resultado era
demoledor: la tristeza más profunda se paseaba por aquellos rostros en
blanco y negro moviéndose a cámara lenta, mientras las miserias
intelectuales del dictador se hacían patentes en el triunfalismo de
unas palabras vacías y de una voz ridícula y anodina. Era como un
mantra: rostros y más rostros sucediéndose uno tras otro sometidos a
una cantinela monótona, cargante. Fue durante aquel visionado cuando
comprendí que para Soler el documental era su banco de pruebas ideal
para investigar sobre los límites de su propio lenguaje. No le
importaba el metraje, pese a las precariedades técnicas a las que
estaba sometido dada su condición de cineasta independiente y, por qué
no decirlo, subversivo. No le importaba el argumento en un momento en
el que documental era considerado un género subsidiario o menor y el
cine de ficción campaba a sus anchas. No le importaba ningún tipo de
planificación o puesta en escena que pudiera desvirtuar la fuerza
expresiva de un instante tomado al azar. Un juego surrealista que
contraponía la realidad oficial a lo que pasaba en la calle, dejando
al espectador a merced de sus propias sensaciones. Fue allí donde,
alguien, una generación más tarde, reconoció los orígenes de su propia
mirada. Nada tenía que envidiar aquella pieza a las propuestas que con
el tiempo habrían de hacerse desde el ámbito de la creación
videográfica. Y fue entonces cuando decidí ahondar en la herida, en el
conflicto, en las fronteras que Soler rompía una tras otra.
Localicé finalmente las dos obras puente que lo harían pasar del
soporte cinematográfico al vídeo. E-vidències y
P.S.1. La primera, un reportaje documental rodado en 16
milímetros y en el que Soler experimentaba con la edición electrónica.
Su dominio de la narrativa y del montaje ponía a prueba el nuevo
dispositivo para cerciorarse de que éste respondía a sus exigencias de
cineasta bregado. Siempre he sospechado que era demasiada casualidad
el hecho de que precisamente esta pieza de transición hacia el vídeo,
tuviera como tema de fondo el extraño mundo de los videntes, de los
espiritistas, de esos traficantes de imágenes que tan de moda
estuvieron en su momento, coincidiendo con la aparición de la
fotografía y del cinematógrafo. Casualidad que en cualquier caso nos
hace pensar, más allá de los aspectos sociales que se plantean en esta
obra, hasta qué punto Soler no presiente, al escoger este tema, la
transformación de su propia mirada, la liquidación de una etapa que
habría de dar paso a nuevas experiencias.
En la segunda de estas dos obras referidas, P.S.1, Soler
se abrirá ya a las nuevas posibilidades que se le brindaban, plantando
la cámara en el plano fijo de un pecho femenino al que, durante unos
cuarenta minutos de plano secuencia, someterá a las más variadas
intervenciones. La imagen que hasta aquel momento había estado siempre
al servicio de la narración, de la historia, quedaba convertida así en
objeto, en paisaje, adentrándose de esta manera en los territorios de
la instalación. Territorios que, desde otra perspectiva, ya
le eran sobradamente conocidos, pues pocos han sido los casos en los
que Soler se mantuviera al margen de las consecuencias sociales,
políticas o humanas que su obra pudiera provocar. Así, tampoco fue
casualidad que coincidieran en el tiempo ese cambio de soporte y los
acontecimientos históricos que dieron lugar al proceso de transición
política en nuestro país. A una nueva realidad le correspondía
necesariamente una nueva mirada. A eso me refería al aludir al
compromiso que Soler mantiene con el medio y con su interés por la
experimentación. Uno tras otro, fueron cayendo aquellos puristas que,
anclados en sus sueños de celuloide, no supieron interpretar el signo
de los tiempos. Y fue precisamente esa actitud irreverente y a la vez
comprometida que caracteriza a Soler, la que le permitió comprender
que no podía permanecer impasible, que no podía quedarse al margen
ante un cambio tecnológico que arrastraba tras de sí una nueva forma
de mirar, de entender, de explicar y de representar la realidad.
Vale la pena recordar a estas alturas y ante el nuevo paso que nuestro
autor se dispone a dar, que, como él mismo suele decir habitualmente,
ese compromiso con el medio que lo lleva a experimentar
constantemente, nunca se interpondrá como excusa para desentenderse de
la función social que todo arte debe desempeñar, ni del
posicionamiento ideológico que todo autor debe tomar frente a su
propia realidad. Como buen francotirador, Soler da entonces el salto y
tras haberse adentrado en los entresijos del soporte videográfico,
entiende que es hora de plantarle cara al monstruo: la televisión.
Aprovechando la pérdida del monopolio que ostentaba Televisión
Española, Soler no solo pone a disposición su larga experiencia como
cineasta y documentalista para formar a los profesionales que habrán
de dar vida a los nuevos canales, sino que además, aprovecha la
circunstancia para poder seguir jugando. Y no sólo desde el punto de
vista formal. La estructura televisiva le permite estar en primera
línea de actualidad, tomándole el pulso a los acontecimientos,
poniendo a prueba el sistema hasta agotarlo en la medida de sus
posibilidades. En los programas de contenido cultural Soler encontrará
el terreno abonado para sus intereses: la literatura, el cómic, la
arquitectura, el arte, el diseño… Pero llega un día en que la pesada
estructura de la burocracia televisiva le quita la cámara de la mano y
entonces decide tomar la puerta antes que dejarse caer por la
pendiente.
De nuevo en la trinchera, se expone a cualquier propuesta que pueda
abrirle nuevos caminos, sin abandonar su espíritu crítico, sin
permitir que el reconocimiento profesional adquirido suponga un lastre
para su imaginación. Cine, más televisión, vídeo, instalaciones,
escritos… Hasta que un día decide poner en marcha un proceso de
síntesis que lo lleva a buscar aquellos mínimos elementos que le
permitan expresarse con la máxima libertad, sin tener que darle
cuentas a nadie, sin tener que someterse al dictado de la producción.
Y de nuevo se lanza a otra aventura. Para ello le basta un simple
juguete y llamar a la puerta del vecino para pasar un rato. Así de
sencillo. Soler se hace con una cámara handicam y un día habla con el
barbero del barrio, otro se pasea por pueblos abandonados en compañía
de un geólogo que vive cerca de su casa; aprovecha un viaje de
vacaciones para abordar la situación política de Cuba; pasa una
temporada en Galicia y le graba una entrevista a Ramón Sampedro para
que le hable del arte de morir dignamente; le hace un favor a un amigo
y termina realizando un documental sobre la adopción entre parejas
homosexuales; monta un homenaje a Orson Welles entrevistando a los
extras que participaron en Campanadas a medianoche, y de aquí a unos
meses tiene previsto acompañar a un afilador trashumante que ha
conocido…
Para Soler el dispositivo es ante todo un instrumento de relación
social que le permite entrar en contacto con el mundo. Y la naturaleza
de ese dispositivo, sea cual sea, cine, vídeo, televisión…no sería
sino la posibilidad de ensayar diferentes caminos para el encuentro.
En el compromiso del artista está el que dichos dispositivos
trasciendan de su mera funcionalidad para abrirse a la realidad de
cada momento, para explorar los límites de nuestra propia imaginación.
Sin duda Llorenç Soler ha sabido hacerlo y continúa haciéndolo.
La prueba de ello es que ese proceso de síntesis en el que ahora se
halla inmerso no responde a una actitud de distanciamiento. Todo lo
contrario. Qué sentido tendría llamar a la puerta del vecino si no es
para comunicarse con él, aunque solo sea compartiendo una mirada.
Manuel Barrios Lucena
REALITZADOR DE TELEVISIÓ. LLICENCIAT EN
BELLES ARTS PER LA UNIVERSITAT DE BARCELONA. COORDINADOR DEL MÀSTER
DOCUMENTAL Y SOCIEDAD A L’ESCOLA SUPERIOR DE CINEMATOGRAFIA I
AUDIOVISUALS DE CATALUNYA. PREMI CIUTAT DE BARCELONA 2003, SANT JORDI
DE CINEMATOGRAFIA I DEL COL·LEGI DE DIRECTORS DE CINEMA DE CATALUNYA
2004. DIRECTOR I REALITZADOR DEL PROGRAMA UNA MÀ DE CONTES, PRODUÏT I
SELECCIONAT PER TELEVISIÓ DE CATALUNYA PER AL INPUT 2007.
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