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.article d'Alex Brahim.

LA VIDEOGRAFÍA DE CARLES CONGOST POR ABSOLUTA – MENTE, UN TIEMPO LARGO
ALEX BRAHIM

“Hay un mystique determinado, sobre él,
y pienso que estará ahí,
por absolutamente un tiempo largo…”.
Un mystique determinado, Hidrogenesse


Difícil resulta posicionarse, históricamente, como (re)lector de la obra y trayectoria de Carles Congost. No sólo porque son decenas las personas de múltiples calibres, estatus y pelajes quienes han abordado desde la retórica su producción artística, sino por lo difícil que resulta tomar distancia o parecer innovador, revelador, o al menos aportador de una mínima distinción particular, frente a un corpus de trabajo que ya ha sido percibido y explicitado desde vertientes públicas bien difundidas, comentadas y diferenciables:

Primero, la acusación peyorativa y el síndrome de denostación a la aparente superficialidad e intrascendencia de sus planteamientos, propio de los abordajes que los portadores del pensamiento en mayúsculas hicieran durante los inicios de su carrera y que, paradójicamente a estas alturas, permanece aún vigente de manos de recientes críticas afiladas, bastante más comprometidas con la rencilla personalizada en formato de ataque frontal que con el posicionamiento crítico sensato frente al acto de comunicación que supone, per se, cualquier producto artístico o artefacto destinado a la transmisión en el marco de la esfera pública.

Segundo, el elogioso facilismo recurrente, vacuo y estupendista propio de la exaltación tendenciosa, que comulga sin más con lo presuntamente banal, dotándolo de una flamboyancia meramente cosmética y procurando desde esa misma posición meliflua, alinear el trabajo de Carles Congost en un orden de ideas carente, precisamente, de ideología o ideologismo alguno.

Tercero y finalmente, el de los iluminados que escapando a las dos anteriores posiciones y procurando justamente desmarcarse de ellas desde el comentario displicente, se pregonan como cuasi-mesiánicos visionarios, únicos seres partícipes del universo personal del autor, selectos elegidos capaces de discernir, dimensionar y, por extensión, reflexionar con propiedad para comentar o transferir a posteriori acertadas impresiones alrededor de los propósitos y entresijos que subyacen a la obra de Congost.

Procurando entonces abordar desde la honestidad el comentario a su trabajo, opto por partir de mi experiencia personal frente a la obra y la figura de Carles Congost, para salpicarlo de impresiones que deriven en un microrelato alrededor de su videocreación, capaz de rendir cuenta de un conjunto autorial que denota su rico y particular universo propio, fruto sin embargo de la circulación y filtrado de materiales compartidos.

De igual manera y desde la conciencia voluntaria, se obviarán históricamente las vertientes fotográfica -una de sus más prolíficas facetas- y la musical, transversal a toda su obra y materializada sobre todo a través de su proyecto The Congosound, que junto con Vicent Fibla ha sonorizado sus vídeos, producido álbumes, remezclado a otros artistas, publicado discos, dado conciertos y hasta engendrado una instalación/banda robot.

Octubre de 2000, un latinoamericano aún impregnado del posthippismo trasnochado y aburguesado que se estila en esas latitudes, rebarnizado por una cultura de club y de drogas de síntesis (como es lógico, más en aquel entonces, unos cuantos años por detrás de la implantación de dichos modelos de operación social en el hemisferio norte), delirando por la superación de la exclusión que aún provocaban las preferencias sexuales no heteronormativas incluso entre las juventudes presuntamente vanguardistas de su tierra, aterriza en Barcelona. Primera toma de contacto con el arte contemporáneo local: Country Girls de Carles Congost en el Espai 13 de la Fundació Miró. Tres chicas videoretratadas cohabitan una instalación. Desde la fuerza irrevocable del estereotipo socioidentitario, cada una representa un modelo de feminidad que se expande fuera de la pantalla a través de objetos que constituyen su sustrato vivencial y cultural, remarcando su lugar en el escaparate de los paradigmas. El display es fresco y moderno, claramente emparentado con el diseño y fastuosa y domésticamente banal. Las tres chicas en cuestión son mutaciones de una misma protagonista, Jessie, quien encarna los vértices proyectivos de la unicidad que constituye sus cimientos. Pista.

Meses después asisto al ciclo de vídeo de autor Flux, un martes de cada mes en el marco de las noches que la mítica G3G records programaba en el bar Sidecar de la Plaça Reial. Una de esas noches mensuales consagradas al vídeo de autor acoge la obra de Carles Congost. Vínculo con la primera experiencia, debilidad absolutamente confesable ante esa suerte de radical chic que atraviesa todas las obras; y la certeza de querer seguir de cerca los rastros que deje esa trayectoria a su paso. Ahora, siete u ocho años más tarde, Flux no es una noche al mes sino un asentado –pese a las vacilaciones a las que se someten determinadas iniciativas en el marco de la política cultural– festival de vídeo de autor que proyecta monográficos, comisiona autorretratos como fórmula de deconstrucción del corpus del artista y edita un catálogo con dvd que incluye textos como éste.

Más allá del ego-trip o la autoexaltación envueltos en esta historia, poner de manifiesto el cierre de círculos afectivos y marcos de relaciones socioprofesionales como estamentos de la construcción del conocimiento y la identidad, proporciona un vívido reflejo de ciertas operaciones sociocreativas que han determinado el desdibujamiento progresivo de fronteras dogmáticas en el marco de la evolución de las prácticas artísticas. Una manera de entender el mundo y la experiencia vital y creativa de la que Carles Congost se ha hecho eco, precedente y pionero, en consonancia con su tiempo y sin caer, como algunos creadores, en falsas nostalgias que desatienden a la irremediable individualidad del occidente civilizado para plantear pseudorenovadas y francamente cuestionables visiones de orden comunitario.

Más consciente de su lugar y de su función social que lo que podría parecer, la paranoia propia del artista, su figura y su cometido habitan cual eje troncal la obra de Congost, haciéndose sobre todo plausible, probablemente por una cuestión de potencialidad del medio, en su producción videográfica. El artista, “emergente”, se consagra a la permanente incorporación de zonas de crisis en escenarios donde el transcurrir de la normalidad parece sostenerse alegremente, para poner en entredicho paradigmas –sociales, artísticos, sexuales, generacionales– desde una cordial y artificiosa depuración de lo estético.

Su cabeza, un sampler audiovisual que ejerce de videojockey conceptual e intelectivo, es una vending machine proveedora de inaprensibles pero rotundas trazas discursivas que se escudan en la evanescencia, para operar más como detonantes del deseo que como didactas de sus propios planteamientos. Un ejercicio de nobleza, honestidad y humildad que, al fin y al cabo, canta más a la tolerancia que ciertos explícitos dispositivos posthumanistas del arte social serio, expresamente mercadeado como comprometido.

No en vano Congost se entiende hoy por hoy a sí mismo, o a su trabajo, como una productora, donde los diversos elementos que la configuran se retroalimentan, pese a su presunta alteridad, desde una misma intencionalidad direccionada: visibilizar las contradicciones de la dinámica social, utilizándolas como fórmula de trabajo desde la provocación detonante que agita y seduce, antes que como recurso estético para la representación vacía o como herramienta textual para la denuncia.

“Puede gustar o no, pero es algo, que ya es mucho”, comenta Congost sobre su paradigmático e hipervigente vídeo Supercampeón (2000), ese remake de Barrio Sésamo en el que una “larva” entrevistadora reencarna a Mr. CD Eyes –personaje anterior en piezas suyas– para funcionar, de nuevo, como fórmula proyectiva del autor, de la misma manera que lo hiciera su musa Jessie en ese triple retrato instalativo. Por su parte, un controversialmente entrevistado Genís Segarra que actúa como “ready-made humano”, cumple una intencionada función relacional: la necesidad de Carles Congost de dejar constancia y generar un anclaje histórico de los procesos de mutación, fusión de fronteras e hibridación que sufría el circuito social y creativo de la ciudad.

A su vez, el juego de ponerse verde el uno al otro sirve para desenmascarar las rutinas ideológicas desde las cuales se pretenden determinados gestos, fórmulas y respuestas de aquello que es visto o considerado como moderno, actual, joven y vanguardista. Comentarios e insultos (neo)clasistas que denotan, en última instancia, una revisión jerárquica de los cánones de valoración del individuo. Así, una narrativa inconexa y por capítulos da paso a sutiles referentes, como el Mago de Oz, al que hace colindar con estereotipadas malinterpretaciones: el uso de tacones por parte de un chico como potencial evidencia de su ejercicio como drag queen.

Igualmente, una definición hablada de lo que son las canciones pone de manifiesto lo que podría considerarse un decálogo mismo del trabajo de Congost: a fuerza de repetición continuada en fórmula de loop acaba por constituir una canción en sí misma, en un giro donde la narrativa se erige como pretendidamente espontáneo pero intencionadamente sólido correlato alegórico. Al final, un brote de mala leche y un aura de desasosiego: ¿Es (o era en algún momento) ser moderno una suerte de camino iniciático en el que la indolencia operaba como chamán, shaolín o brújula instintiva? Pista.

Referentes sensorialmente claros pero visualmente profusos que navegan entre la estética de James Bond, el erotismo soft chic, el videoclip de una inicial y arcaica MTV que trascendía el disco-funky y la portada estándar de álbum de electrónica de los 90: estamos en Synthesizers (2002), una nueva fábula sobre la música que inaugura la serie de trabajos cuya historia se encuentra “inspirada en hechos reales”. Un presunto documento sobre el desencanto que provoca la ruptura de una relación comercial entre cantante y pareja de productores, inducida por la llegada y repentino protagonismo de las máquinas en el estudio de grabación.

Mientras tanto, imágenes se intercalan para proveer matices y subrayar desde lo obvio, el sentido de aquello que parece irrelevante: como el sensual movimiento de cabeza de la productora al hablar del sentido personal de las canciones de nuestras vidas, un gesto tan gratuito que en el fondo y, de manera más bien instintiva, deja constancia de la profundidad operativa que subyace a su aparente carácter forzado, desviado e inconsistente. O el bar landscape donde no falta la botella de marca reconocible, al mejor estilo del “cameo” corporativo en el cine comercial o la TV. O la sugerencia cuasi pornográfica de una pareja multirracial que encarna los tópicos de la etnia negra y la asiática cuando se bañan de primermundismo y trascienden su propia condición de alteridad, para posicionarse como mestizos neomonarcas de una (re)generación de la burguesía propugnada por el advenimiento de la industria musical (¿cultural?). Un bailarín muñeco, un arlequín de carne y hueso cuya blandeza y desconcierto arrojan más desprecio que complicidad o condescendencia alguna. Y ante todo, un honesto y robusto discurso sobre el éxito y el fracaso, sobre el saber encarar una derrota y sobre el abismo propio de cada paso hacia un futuro incierto. Pista.

Dicha idea del abismo la retomaría con diáfana claridad en el hiperficticio relato visual de Kratters (2001), tráiler de una película inexistente donde Congost mismo es invitado por un monstruo de las cavernas a saltar para salvarse. La pieza daba paso a la sala de cine adolescente de su instalación Popcorn Love (Espacio Menosuno del Centro Reina Sofía, 2001), en la que un silver-picadero chill-out acogía el vídeo Love & FX, que se proyectaba en la pantalla y que sugería un universo adolescente a medio camino entre la incomunicación verbal, la dulce golosina del puro azúcar que contenta a un niño y, una vez más, la sugerencia o asomo de lo pornográfico, constituyendo un conjunto que dejaba entrever la incontinente y aún desorientada pulsión del postinfante preadulto. Pista.

En el fondo y más allá del tono jovial, lúdico, pueril o juvenil, una cuota de amargura y desencanto, casi existencialista, emerge en la obra de Congost desde la entraña del estereotipo social y mediático, como bien hace constar en Un mystique determinado (2003), su trabajo más popular y difundido: un relato en el que las mujeres fuman y critican al protagonista –que evade su porvenir como futbolista para lanzarse al videoarte– consternadas y llenas de ansiedad, mientras los hombres son sanos atletas que critican desde una posición firme y serena, rodeados todos sin embargo de alcohol y comidas grasas mientras se erigen como bastión del deber ser.

Un juego que subraya, a ritmo de musical, las contradicciones históricas del arte reciente en una España caracterizada por la persistencia de arcaísmos sociales presuntamente naturales, cuyo carácter de constructo y artificio deja claro Congost al contraponerlos con el mundo de aparente ensoñación escapista que conduce al protagonista, una vez más cual camino iniciático o de redención, a la búsqueda de la (su) verdad. Fórmula tierna y delicada, a la vez que directa, de plantear el seguimiento de uno mismo como apuesta personal de destino. Bum.

La música: de nuevo Astrud, esta vez componiendo junto con el autor la banda sonora original completa del vídeo, cuyo título y parte de la historia se inspiran en una canción de Hidrogenesse, y el claro homenaje al formato del cine musical como hilo conductor de una historia que, al fin y al cabo, nos habla de la ausencia de comprensión entre unas cosas y otras y del vacío de comunicación y la brecha moral que tal ausencia establece. Finalmente, el encuentro eclosionado del artista serio de vieja generación que, hablando desde lo masculino del arte, procura aleccionar al mariquita oportunista que hace vídeos sobre el imperativo categórico de comer caca como el verdadero sentido y camino de ser artista. Pista.

Explicitar el desplome de las narrativas convencionales del autor, acompañándolo sin embargo de cierto juego de auto-sabotaje a la posición fracturada del “nuevo modelo” de artista, se adelanta a las potenciales malinterpretaciones propias de la convención, en un juego de inocua pero inoculante pre-defensa que no alcanza siquiera a rozar la actitud beligerante. Retorno de boomerang a la crítica contestando con un acto, de nuevo, generoso: por medio de su trabajo, con obra abierta, antes que con mero discurso.

Memorias de Arkaran (2005), su trabajo de tono aparentemente más serio y sereno, abriría una brecha en el trabajo de Congost, en la que la música pierde su carácter de eje focal o hilo narrativo para acompañar un nuevo diálogo en torno a la figura autorial: el arte sobre el arte. Una soberbia narrativa de estructura épica y colindante con el teatro clásico se da cita con el diseño y la celebridad, manifestándose en los iconos que dan paso a cada capítulo y en el inicio de las colaboraciones (tras años de trabajo con los reconocidos jóvenes Pablo Rivero y Macarena Díaz y la banda Fangoria) de primera línea internacional, con Bernhard Wilhelm en el vestuario y Amanda Lear en su papel de bruja que se apodera del utópico mundo de los artistas para instaurar un nuevo orden, en el que el ejercicio de la tiranía es el artífice de la materialización de la creatividad. De nuevo los arquetipos: malo, bueno, príncipe, hada, bruja, mago… Y la recuperación de antiguas leyendas personales como homenaje a los propios –y también compartidos– mitos. Pista.

Esa batalla de las artes, ese guiño sin duda irónico a la comunidad artística y a los paradigmas que han sustentado ideas cruciales como autoría, aura o solemnidad, es llevada al límite de lo confrontacional en La mala pintura (2008), cuando en el contexto del otorgamiento de unas becas para artistas en el exterior de la mano de un importante banco, Velázquez, Murillo y Zurbarán, capitanes del barroco español, se apoderan de la mente de un curator para ejecutar una venganza que devolverá la gloria artística a España. Una pintura matérica y viva causa estragos y devora lo que se le ponga por delante: como un famoso curator italiano (interpretado por el mito Ryan Paris, cantante de Dolce Vita), mientras el poseído curator se dedica a perseguir a jóvenes modernos y creativos, partícipes de la ficción democrática del arte que circula en las redes sociales. Finalmente, un espabilado videocreador atrapa al espíritu del curator dentro de su cámara de vídeo, defendiéndose de la venganza con su arma / herramienta. Crash.

Finalmente y en un claro guiño de autocitación, recurso habitual en su trabajo y remarcado en tiempos recientes, la estructura de falso tráiler que ya funcionara en Kratters reaparece en La mala pintura spin off (2010), obra que además retoma el personaje de la pintura matérica asesina, situándola en una casa rural habitada por adolescentes artistas arquetípicos, como los que conforman su universo videográfico y fotográfico. La secuencia de esta presunta película no hace, de fondo, más que sugerir la continuidad evolutiva de un mismo proyecto que se bifurca sin perder el norte ni desdibujarse, transmitiendo una sensación claramente “to be continued”… Pista.

Folk versus pop, funky disco versus electronic dance, pintura versus vídeo… Contraposiciones de modelos de representación sonoros y visuales que responden a formulaciones de profundo orden vital y que Congost abierta y desenfadadamente recoge, filtra y devuelve subjetivados. El constante guiño a los espacios de la sobreactuación dramática: musical, telenovela, fotonovela, videoclip, teleserie adolescente, película de serie B. Mitomanía, megalomanía, autoreferencia, constante reafirmación no explícita, ni mucho menos panfletaria. La historiografía de los grupos sociales, sus marcos relacionales y afectivos en diálogo y fusión permeable con los desarrollos tecnológicos, industriales, mediático-comunicacionales y de mercado. El deseo enmarcado en las estructuras que lo sustentan, lo potencian o lo reprimen y revelado como algo atmosférico, casi metafísico, en la medida que es imposible su capitalización encauzada. Los grandes retos, las grandes renuncias, las presuntas y, por qué no, fallidas, búsquedas de la esencia y de la verdad.

El sufrimiento propio de salirse de la norma, el peso del qué dirán, lo que tiene de paria ser artista, ser gay, entendido aún como poco natural, irremediablemente asociado a lo perverso o, cuando menos, pervertido. El rumor como vehículo social de la identidad exterior, exógena, desde la incomunicación del imaginario colectivo y el status quo social como sujetos, frente a un cosificado y patógeno objeto de alteridad. Conflictos paterno-filiales y generacionales en el marco de la consanguinidad y la coetaneidad profesional. La constante puesta en crisis de la autenticidad de los sentimientos. La necesidad de ruptura, de decepción, de reconducir aquello que por sentado se espera de los individuos.

Más allá de la vulgarización, la fina semiótica del trabajo de Carles Congost trasciende categóricamente rótulos como el kitsch o el pop a secas, manifestándose posterior a la simple figuración que representa artefactos de la sociedad de consumo y de la era de la reproducción mecánica. Estética que no se conforma con la cosmética, aunque juegue al equívoco de lo presuntuoso propio de las fachadas, los estereotipos y arquetipos. Lo gratuito como una manera de exaltar el profundo calado de los sinsentidos que operan en la configuración mediatizada de los comportamientos sociales y sus connotaciones. Abiertos relatos públicos de orden general que sobreviven la anécdota o la narración que los informa.

Al final, como si de otra obra suya se tratara, el carácter perenne de su condición oficial de artista emergente –pese a su sólida y desde hace varios años creciente proyección internacional– no hace más que rendir homenaje a una trayectoria que ha sabido madurar sus formatos y sus planteamientos, acorde con el paso de los años y el transcurrir de las innovaciones sociales, culturales y tecnológicas, sin abandonar sus preceptos de fondo, ni perder la frescura que infunda su espíritu o dejar de dialogar con una eterna juventud que se manifiesta desde la generación x, pasando por la cosmética industrial farmacológica y quirúrgica, hasta la construcción de ciberidentidades arropadas por Photoshop, Facebook y la web 2.0. Así, “forever young” como parece, el patrimonio artístico forjado por Carles Congost está predestinado a sobrevivir joven al tiempo que le atraviesa, en su integral, sólida y genuina complejidad: Por absoluta – mente, un tiempo largo…

ALEX BRAHIM. COMISARIO INDEPENDIENTE. COFUNDADOR DE LA PLATAFORMA ARTÍSTICA RELACIONAL DIBINa. PROGRAMADOR DE ANTIGUA CASA HAIKU BARCELONA. HA DESARROLLADO PROYECTOS EN CASA ENCENDIDA, CCCB, MATADERO MADRID, OFF LIMITS, CÍRCULO DE BELLAS ARTES, SALA D’ART JOVE O MUSEU DE L’EMPORDÀ..www.dibina.net. .www.antiguacasahaiku.org.