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Víctor Molina


 

Joan López Lloret
VÍCTOR MOLINA

El fatalismo es uno de los núcleos de los documentales de Joan Lopez Lloret. De hecho, el fatalismo penetra hasta los pormenores de la técnica del documental. Entre esos pormenores cabe mencionar preferentemente dos: el procedimiento de la sucesión de situaciones, sucesión en la que se ven impulsados los personajes (un estado, por otra parte, que se pone tanto más de manifiesto cuanto menos motivadas están entre sí las situaciones que se suceden), y, en segundo término, la recogida del material primigenio del documental en cuestión, que siempre está sometida al azar.

Cabe aclarar que la agilidad de trabajar con el fatalismo no empieza a dominar en Lopez Lloret hasta su célebre película Hermanos Oligor, película que pertenece –aún en muchos aspectos– a un tipo épico que por un lado se remonta a la gloriosa tradición abierta por el gran Robert Flaherty con su Nanook el esquimal, y por el otro se anticipa al estilo actual de Lopez Lloret. Tras haber acabado Hermanos Oligor aparece en la evolución de este cineasta una sección casi igualmente decisiva a la que se operó después de la primera grabación de Krakers. A Chair a Table and a Bed, un film de 1992 codirigido con Cesc Gay, que representa en su carrera su primer proyecto de largometraje.

En cierto modo, Hermanos Oligor está filmada todavía con arreglo al antiguo procedimiento del “hilo rojo” según el cual los acontecimientos se suceden de modo casual. Un ejemplo es el momento en que los Oligor llegan a Berlín para presentar su espectáculo y la cámara del documentalista los sigue en uno de sus paseos por la ciudad hasta que llegan al Maueremuseum, donde encuentran información y documentos relativos a la huída en un globo aerostático construido artesanalmente por las familias Strelzyky y Wetzel, con el que finalmente éstos pasaron de la RDA al Berlín Occidental en 1979. Este hecho acabará por moldear el primer germen del rol que juega el lobo de plástico que vemos escandiendo toda la película desde el principio, hasta magnetizar su sentido último, puesto que con esa aventura alemana Hermanos Oligor se convierte en la épica de conquistar la libertad, que es como prácticamente acaba la película. Esos entreveros son mucho menos pronunciados en Sunday at Five, y casi han desaparecido en el film La guerra amb ulls de nena, que ahora está montando.

En cambio, la falta de causalidad y el ritmo de la sucesión se elevan ya en Sunday at Five mediante una especial técnica del salto, que omite fases intermedias fácilmente averiguables y provoca una rapidez de los procesos externos que está muchas veces en contradicción con la ausencia de acontecimientos internos. De ese modo vemos por ejemplo, que en un momento de Sunday at Five se nos informa del inicio del proceso de paz entre el IRA y los unionistas, un proceso esperanzador que, sin embargo, tal y como lo advierte una voz en el propio documental, inaugura igualmente una “incerteza de futuro”. Pero la escena que vemos en ese momento es la de una excavadora que está destruyendo la prisión Maze, donde estuvieron encarcelados los combatientes de ambos bandos, para erigir presumiblemente en su lugar un centro social. Y el recuadro siguiente es el de los dos amigos unionistas en los astilleros de la ciudad, justo delante del sitio donde se construyó el Titanic. Entre la escena anterior y la del astillero está, sin decirse, no sólo la ejecución del plan de paz, sino sobre todo la amenaza del aciago destino de los grandes proyectos, de las grandes ilusiones. De modo que, en silencio, pero indefectiblemente, la sombra del Titanic se eleva, al final de la película, para abarcar con su naufragio toda la perspectiva del documental.

Y es precisamente el naufragio de las ilusiones y de los grandes proyectos lo que constituye el tema nuclear de Utopía 79, la siguiente película de Lopez Lloret. La técnica de la sucesión incausal de situaciones, fundada en un modo peculiar de asumir el fatalismo, impone que esta película esté repleta de hechos y acontecimientos por medio de los cuales se hace presente la ventura, el destino. Y aunque el desengaño no es menos central en Hermanos Oligor, es en Utopía donde la necesaria diligencia de Lopez Lloret al acopiar ingredientes, se convierte casi en obsesión de conseguir en el material “exacto” las medidas que expongan ese torrente incesante, siempre nuevo y sin pausa de la historia, que pasa ante el espectador como relatos plurales y contaminantes de naufragios.

El resultado de ese proceso de trabajo es una fascinante afluencia de líneas narrativas encontradas en todas sus películas: en Utopía 79 se suceden las vidas paralelas de los combatientes, sus limitaciones, una gran cantidad de nombres, de actividades y acontecimientos, de asperezas, divorcios ideológicos y herencias culturales, de paralelismo entre dictadores, y un largo etcétera; en Sunday, los planes políticos, los bailes, los desfiles, el tiempo, las actividades recreativas o los actos contestatarios en la cárcel, la responsabilidad de los gobiernos, la política de Tatcher; y Hermanos Oligor, por su parte, está de tal manera llena de ceremonias cotidianas de amor y abandono, de ilusión y desilusión que no sólo la historia de la ruptura entre Virginia y Valentín (los protagonistas de la obra teatral de los Oligor) acaba convertida en la historia de la ruptura “real” entre los dos hermanos, sino que la ilusión de la caída del muro de Berlín se convierte en desilusión. Y en todos estos casos, esas escenas y situaciones contaminantes tienen algo de experiencia inarmónica, de desconcierto (entendiendo des-concierto en su sentido literal).

Esa pluralidad no es, sin embargo, una pura plenitud, sino la variación de lo meramente aparente, detrás de lo cual bosteza la vacuidad y la ausencia de acontecimientos. Es la repetición de la infecundidad eternamente igual de todo lo humano.

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Hay algo más que se descubre en las películas de Joan Lopez Lloret: el rol de las cosas, es decir el amplio margen que ocupa la manifestación del mundo no animado. En Lopez Lloret no se trata de las íntimas relaciones que en otros cineastas se observan entre el hombre y las cosas. Las cosas no tienen valor alguno de enunciación con respecto al que las trabaja, no se refugian en su fluido. No aparecen como testigos de anteriores generaciones, como moradas, vestigios e instrumentos cargados de pasado; no las hace derivar históricamente. No dice: esta casa fue construida por alguien en particular en una época determinada, o cuando la construyeron ocurrió eso o aquello, sino dice: esta casa es, y sus partes son. Se limita a hacer constar la existencia, no el devenir. Las cosas nada tienen que ver con la acción, ni en el sentido simbólicoromántico ni en el sentido material; de ahí que el espectador se desinterese de ellas desde el punto de vista narrativo. En vez del interés narrativo de la cosa aparece el contemplativo. Y eso sucede incluso cuando la existencia de las cosas se humaniza o se “explica” por medio de uno u otro comentario de su valor, de modo que cuando predomina en su presentación la ausencia de comentarios, se realza su pura fenomenicidad, tanto más cuanto que la imagen que nos ofrece de ellas penetra hasta el detalle de su manifestación. Sucede así con las adoquinadas paredes blancas, lustrosas, agrietadas y frías de la prisión Maze, con el cementerio de Belfast, igual que con el palacio gubernamental de la ciudad; sucede con los bosques nicaragüenses que casi siempre se abren paso entre la niebla. Y ese tipo de descripciones ocurre hasta el detalle en todas sus películas, incluso en las primeras, como en Pinturas a la Bestia, un documental sobre el proceso creativo del pintor Carlos Burbano, donde sus cuadros son tratados con la máxima densidad de ser cosas, o como sucede en Hermanos Oligor, de manera casi paroxística, donde los creadores van de frente a sus manufacturas, pero éstas finalmente les dan la espalda: viven ya sin ellos, como nos lo explica el final de la película a través de una serie de secuencias en las que vemos a Valentín liberado de sus creadores, fuera del teatro e instalado en la realidad de una ciudad que no es donde fue creado.

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El arte que se limita a averiguar y enunciar lo trivial sigue siendo la única actividad que subsiste en medio de un estado de ánimo desesperanzado. Cuando estaba trabajando en Hermanos Oligor, Lopez Lloret dijo que la finalidad de su película consistía, a semejanza del trabajo de los Oligor, en “querer dar a las pequeñas cosas el ritmo de la historia”. De hecho, él filma la vida del detalle como se filma la epopeya, como se filma la Historia, con mayúsculas. Pero en ese ritmo se cuida mucho de no desnaturalizar a los protagonistas.

Es así como se entiende su resolución a exponer lo cotidiano como un sedimento invisible del gran material histórico. Y no es extraño que siempre esté tensando la relación entre la microhistoria y la macrohistoria. Eso no sólo pasa con los Oligor, que comienza explicando el trabajo de dos artistas que trabajan durante tres años en un sótano a las afueras de Valencia, y acaba contando la amplia y significativa dimensión de lo que es un muro, y con él, lo que ha sido la historia europea posterior a la caída. También vemos esa tensión entre lo micro y lo macro en la historia de los dos combatientes irlandeses. El excombatiente del IRA acaba explicando a su hija menor la historia de la inmigración irlandesa a América, la cuenta además bajo el aspecto de un ilusionado relato épico, algo que contrasta con el ensimismamiento bucólico de la niña, a quien se le escucha comentar que esa historia ya se la había contado antes. Mientras que, por su parte, los combatientes unionistas, de manera menos romántica, y haciéndose eco del destino de las catástrofes como gran metáfora, acaban hablando sobre el Titanic. Los motivos personales, en ambos casos, desembocan en dos historias que revelan, cada una por su parte, la experiencia de dos fracasos nacidos en la isla irlandesa que resumen sintéticamente parte del destino de ese país. Aunque el alcance actual de la inmigración y de la metáfora del Titanic van más allá de las fronteras irlandesas.

La declaración de principios de Lopez Lloret contiene todavía un segundo elemento: el modo de exposición. Al principio parece aludir solamente a propiedades retóricas (“el ritmo de la historia”), que ciertamente desempeñan un gran papel en su estilo. Y a menudo puede sentirse la tentación, sobre todo mirando sus primeros trabajos, de considerar que su voluntad de estilo no es sino el apasionamiento por la perfección visual y la magia del encuadre. Pero en el período posterior a Hermanos Oligor se oculta el deleite declamatorio de la imagen. No deja de existir. Pero no asume ningún papel nuclear. De hecho, puede parecer paradójica la desproporción existente entre ese deleite por la retórica de la imagen y los temas de origen trivial con los que trabaja. Pues su voluntad de estilo va más allá, su tarea estriba en intentar unir la imagen metafórica con la narración prosaica, una unión que le permita alimentar el nexo entre el instante y el destino.


VÍCTOR MOLINA. DOCTOR EN FILOSOFIA (UB). PROFESSOR TITULAR DE L’INSTITUT DEL TEATRE, ON IMPARTEIX CLASSES DE DRAMATÚRGIA, LITERATURA DRAMÀTICA I ESTÈTICA. ÉS MEMBRE DE L’EQUIP DE DIRECCIÓ ARTÍSTICA DEL TEATRE LLIURE.

 

 

 
 

 

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